
Inclínome a pensar que en tales casos diríamos —hoy— que esos animales no son hombres, ni elefantes. Mas supongamos que dijéramos, con relación a los primeros, que sí son hombres.
Cambiemos un poco la hipótesis y supongamos que se trata de seres capaces de hacer muchísimas de las cosas que hacemos, y tal vez algunas otras mejores, pero que son muy diversos de nosotros; que no comparten con nosotros ninguna similaridad relevante en lo que respecta a su estructura anatómica, ni a su composición química; que ni siquiera son organismos vivientes, o que el llamarlos tales estira y fuerza el uso de la palabra 'organismo' de manera contraria a nuestras previsiones de uso lingüístico normal. Supongamos, pues, que ni tienen corazón, ni sistema respiratorio, ni nada así, sino que realizan las mismas funciones —que quizá no podríamos llamar vitales— prácticas y teoréticas por medios enteramente diferentes. Sin embargo, por hipótesis, hablan un lenguaje y conseguimos entendernos con ellos, traducir lo que dicen, y viceversa; aprendemos un montón de cosas gracias a ellos, ampliamos nuestro conocimiento del universo y hasta mejoramos nuestro sentimiento religioso —de hecho aprendemos a conocer mejor a los dioses gracias a su teología, muy superior a la nuestra.
¿Seguimos diciendo que son hombres? ¿O ya no, por eso de que no tienen una composición química parecida a la nuestra ni tal vez cara con facciones que podamos llamar humanas? Seguramente no tiene mucha importancia que los llamemos ‘hombres’ o no. Mucha más importancia tiene qué actitudes adoptemos hacia ellos. Y probablemente adoptaremos actitudes de estima, de respeto, de comprensión; nos sentiremos ligados por deberes hacia ellos, o sea les reconoceremos derechos.
Podremos acuñar un término para designar a todos los seres como nosotros en esas facetas funcionales aun reservándonos la denominación de 'hombres'; sea ese término el de 'hombroides'. (Todos los hombres son hombroides, mas no viceversa.) Entonces, ¿no haríamos igual con otros seres un poco más similares a nosotros en la composición química o en el diseño anatómico? ¿Y así sucesivamente? Luego la palabra 'hombre' parece que la reservaríamos para seres que cumplan dos condiciones: 1ª, que cumplan esas funciones que vemos como humanas (sean hombroides); 2ª, que pertenezcan a nuestra especie, o sea que estén emparentados con nosotros en la evolución de las especies en este planeta —que nos unan a ellos los lazos de parentesco genético pertinentes.

Ahora bien podríamos toparnos con seres un poquitín menos inteligentes o menos sofisticados que los cuasi-hombroides, con un lenguaje más tosco; tanta distancia habría entre los hombroides y los cuasi-hombroides como entre éstos y esos otros seres. Por escasa imaginación no se nos ocurre sino llamarlos cuasi-cuasi-hombroides.
Y así sucesivamente.
¿Dónde trazar la línea, se preguntará? ¿Qué línea? La demarcación ¿entre qué y qué? ¿Acaso entre seres que podamos llamar cuasi-cuasi-…-cuasi-hombroides—para cualquier número de repeticiones del prefijo 'cuasi'— y seres que de ninguna manera podemos, lícitamente, llamar así?
¿Por qué va a tener que existir línea tal? Posiblemente —se arguya— porque los cuasihombroides recibirán de nuestra parte cierto reconocimiento como sujetos de derechos, aunque sea menor que el reconocimiento de esa índole que otorguemos a los hombroides; y, aunque en medida menor, los cuasi-cuasi-hombroides también recibirán algún reconocimiento nuestro de que son sujetos de derechos; y así sucesivamente; tendrá que haber un punto allende el cual ya no quepa reconocer derechos en absoluto; o sea, ya no quepa que nos sintamos ligados por deberes, sino que podremos a nuestro antojo usar como nos convenga o nos venga en gana a esos seres —más allá de la línea de demarcación.
¿En qué se basa el argumento? En que, de no existir tal línea, lo pasaríamos mal. Empezamos por los hombroides. Les reconocemos derechos, aunque probablemente menos de los que nos reconocemos a nosotros mismos. Seguimos con los cuasi hombroides, y vamos bajando el reconocimiento de derechos. Mas alguna vez será que ya no reconozcamos derechos en ningún grado, porque si no, ¿qué diremos de nosotros mismos si usamos a esos seres para nuestros propósitos? No sabremos dónde está la línea, mas ésta tiene que existir.
Creo que tal razonamiento es falaz. Si a lo largo de toda esa escala las diferencias son de grado, mientras estemos en ella —o sea, mientras sigamos habiéndonoslas con seres pertenecientes a uno de esos escalones— habremos de admitir diferencias sólo de grado. Conque, si obramos en detrimento de seres de alguno de esos escalones, y en beneficio propio nuestro, en algún grado conculcaremos derechos que hayamos de reconocer. ¿Por qué iban nuestras acciones todas a ser tan irreprochables que pudiéramos jactarnos de no infringir ni poco ni mucho ni nada otros derechos?

La fábula acaba aquí. Y empieza la realidad, y la de este mundo nuestro de la experiencia cotidiana. Aquí, en este planeta sin ir más lejos, hay cuasi-hombroides, cuasi cuasihombroides y todo eso. Con una particularidad: como lo recalca Mosterín, son nuestros parientes. Parientes del lector y del autor de estas líneas; hay que ir un número de generaciones atrás para encontrar el antepasado común: serán un millón de generaciones en unos casos, cien millones en otros.
¿Tiene alguna significación relevante eso de que sean parientes nuestros? Alguna ha de tener. Ese prurito que nos frenaba de llamar 'hombres' a los hombroides de la galaxia de la fábula apunta a que algo parece, en nuestras denominaciones —y en la carga y las connotaciones que llevan—, hacernos tener una actitud diferente hacia «nosotros» y hacia los demás, por muy «como» nosotros que sean. Algo así como aquel principio de que, cæteris paribus, uno tiene más deberes hacia los suyos, o al menos el derecho de privilegiar a los suyos, o de respetarlos o amarlos más. Y nuestros parientes son de los «nuestros». Como todos los hombres estamos emparentados —al parecer muy de cerca, ya que nuestra subespecie del homo sapiens-sapiens es reciente de lo más y monogenética—, es natural —aunque puede que sea equivocado— que nos sintamos como vinculados moral y sentimentalmente a los miembros de nuestra especie más que hacia otros hombroides que pudiéramos llegar a encontrarnos en el universo. Cæteris paribus es un argumento para tratar bien, o mejor, a un ser vivo el que sea «de los nuestros», un pariente nuestro.
Mas resulta que —según lo reconoce hoy todo el mundo, salvo algún intransigente retardatario de los de la llamada 'ciencia creacionista'— tenemos parientes no humanos; y probablemente —como también insiste en ello Mosterín— son parientes nuestros todos los animales de este planeta. Entonces eso da de qué pensar. Eso no puede resultarnos indiferente moralmente.
Supongamos que pudiera haber máquinas de tiempo de las de la ciencia-ficción y pudiéramos retrotraernos a un período de nuestro planeta en el que pudiéramos conocer a seres de especies que sabemos han sido próximas a la nuestra —o, tal vez, a lo que cabría más bien llamar nuestra subespecie. Supongamos que así nos topamos unas pocas decenas de miles de años atrás con hombres neandertalenses. Bueno, son hombres. ¡Están tan cerca de nosotros! Nos asustan un poco sus facciones, mas sin duda podemos llegar a hablar con ellos. Acaso a enamorarnos de las neandertalenses (hay varias hipótesis acerca de cómo fueron suplantados por nosotros, y nos gusta creer que no hubo masacre sino amor y entrecruzamiento). Sentiríamonos apenados y avergonzados si averiguáramos que nuestros propios antepasados de Cromagnon exterminaron a los bellos y listos neandertalenses. ¡Una raza tan formidable, recia e inteligente como la suya!
Mas nuestra máquina permite ir aún más atrás, en pos de nuestra insaciable curiosidad. Y vamos recorriendo hacia atrás tiempos muchísimo más remotos, conociendo a antepasados nuestros que ya no son hombres. Al principio los llamamos hombroides, u homínidos (o sea hombroides emparentados con nosotros); luego pitecantropos, y así sucesivamente. Mas en cada fase vemos a seres muy parecidos a los de la fase siguiente que acabamos de ver —en nuestro recorrido hacia atrás. No podemos trazar línea alguna; sólo hay diferencias de grado. Uno de los pitecos a los que llegamos, Darío, antepasado nuestro, con quien nos cuesta Dios y ayuda llegar a entablar un cierto tipo de comunicación, resulta que es antepasado también de varios de los monos antropoides que hay hoy en nuestro planeta. Decidimos regresar por etapas a nuestro siglo, sólo que esta vez vamos visitando a los descendientes de Darío en el tronco que conduce a esos antropoides no humanos. De nuevo en cada saltito constatamos sólo pequeñas diferencias de grado, mas paulatinamente llegamos a ese pariente lejano nuestro, un gorila africano, Silvio. (La lejanía es relativa, en esto como en todo.)
Tras esa experiencia vemos a Silvio con otros ojos que si no hubiéramos hecho tan extenuante viaje en el tiempo. Hemos ido conociendo a nuestros antepasados hasta llegar a unos que lo eran también de Silvio, y lo sentimos ahora como nuestro primo. Eso nos da unas ganas locas de entablar comunicación con él. Desgraciadamente no es más que un simio. Un bruto. Eso solemos decir y pensar. Los inteligentes, los racionales, somos nosotros, los hombres.

¿Qué pasará si logramos situar a Silvio en condiciones en las que lleguemos a hablar con él con verdaderas conversaciones? ¡Imposible!
No, ya no puede decirse eso (aunque haya quien siga diciéndolo). El ser humano ha entablado ya comunicaciones lingüísticas estables y ricas con unos cuantos de esos parientes nuestros, un orangután y varios gorilas y chimpancés —según vamos a verlo tres párrafos más abajo. Y en esas relaciones se han expresado sentimientos, intenciones, ruegos, informaciones, burlas, elogios e insultos. A los gorilas y chimpancés, al menos a esos con los cuales ha habido tales intercambios, no podemos verlos sino como a la vez antropoides —parientes nuestros, cercanos en la escala general de la evolución de las especies— y cuasi-hombroides.
Supongamos que tuviéramos no sólo los medios sino también la perseverancia para ir haciendo otro tanto y llegando en cada caso a especies de este planeta un poco más distantes de nosotros. Sorprendentemente en cada caso sólo nos alejamos un poquitín más. De los monos antropoides a otros monos, babuinos p.ej., hay alguna distancia, mas no tanta que impida a un chimpancé abandonado irse a vivir con una tribu de babuinos. Ha de haber comunicación entre ellos. De los babuinos a otras especies habrá un descenso en habilidades, mas no un salto. Y llegamos así a los lemures, y pasamos a otras especies que ya no son simios y así sucesivamente. El procedimiento que seguimos nos lleva a motejar a nuestros parientes, en cada una de esas fases, como cuasi-antropoides, cuasi-cuasi antropoides, y así sucesivamente. En lugar de cortes, continuidades, transiciones paulatinas, tanto en la relación de parentesco cuanto en la diferencia de capacidades. Aunque al final se llega lejos, nunca se pierden del todo esos vínculos.
No podemos llevar a cabo esa bonita experiencia, mas podemos imaginarla. Y el resultado no es baladí, porque cambian nuestras actitudes hacia nuestros congéneres. De resultas de la fantasía vemos más como nosotros a nuestros parientes, caballos, carneros, linces, etc.
¿Quiere eso decir que tan afectados estaremos por nuestra experiencia (imaginada) que trataremos a todos ellos como si fueran seres humanos? Creo que eso sería ir demasiado lejos. Aparte de que naturalmente no es posible. Mas ni siquiera con las cláusulas de salvedad que sean del caso. No creo que estemos dispuestos a darles tantos derechos, ni tan vinculantes para nosotros. Lo que creo que sí haremos es reconocerles ciertos derechos y, por ende, reconocer que tenemos para con ellos deberes. Quizá no condenaremos la práctica carnívora, al menos no en cualesquiera circunstancias. (Entre paréntesis, ¿condenamos de manera absoluta y sin paliativos cualquier práctica antropofágica de nuestros antepasados una vez que nos enteremos de cuáles eran sus condiciones de vida y sus creencias?) Mas muy probablemente cesaremos de pensar que nos es lícita cualquier conducta para con otros animales, parientes nuestros, por cruel y hasta gratuita que sea.
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Lorenzo Peña
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