De familia noble y amante de la música, Farinelli sobrenombre por el que fue conocido Carlo Broschi (Andria, 24 de enero de 1705 - Bolonia, 16 de septiembre de 1782), curiosamente fue una excepción a la regla de que los muchachos de su condición provinieran de familias humildes. Más que la necesidad, fue el "fanatismo artístico" de su familia el que le llevó a pertenecer a la estirpe de quienes entregaron su vida "a proporcionar siempre placer en los oídos y en las almas ajenas".
La castración, que había sido un remedio curativo para ciertas enfermedades, tenía ahora un sentido totalmente distinto; era el rito de paso inexcusable para pertenecer a esa estirpe que la Iglesia veía con buenos ojos por el excelente papel que jugaban en sus liturgias. Para Farinelli, además, supuso un rito de paso en otro sentido; paradójicamente, fue la castración la que le convirtió en un hombre, haciéndole sentir que abandonaba la infancia.
Pero la operación era, por supuesto, arriesgada ("sólo la mitad de los que entraban en la casa, casi siempre siniestra, del castrador, salían en condiciones normales"); y los métodos, vistos con los ojos de hoy, brutales. A falta de anestesia, se procuraba la pérdida de conocimiento introduciendo al niño (el tope de edad habitual era los siete años, aunque a Farinelli le operaron a los nueve) en un baño de agua helada. La casa del castrador "olía a alcohol y a gasa planchada, a carne putrefacta y sangre dispersa por las paredes; nadie sonreía".
Pero, una vez superado el trance, se entraba en un mundo nuevo, habitado sólo por unos pocos elegidos. Pues "la voz –piensa Farinelli- es un don divino, un ajuste de cuentas del Señor con la mediocridad, y es nuestra obligación conservarla en sus mejores circunstancias". En cuanto a la música, es "la única forma fiable de auténtica comunicación con Dios".
Así, el calificativo de divino no es extraño aplicado a un castrado, menos a uno de la categoría de Farinelli. Él mismo lo usa sin empacho. Lo que no fue nunca es lo que se entiende por un divo, alguien vanidoso y caprichoso, defectos estos frecuentes entre sus colegas. Si llegó a adoptar maneras de divo fue por obligación y no por convencimiento. Farinelli siempre supo que no era él el dueño de su voz, sino el público que iría a escucharle; él era sólo el depositario de ese don. Del mismo modo, nunca sería el dueño de su vida, una vida que, en adelante, iba a transcurrir en una jaula de diamantes.
Farinelli insiste en la importancia de ese don divino. Si la técnica es importante y exige ser dominada, es la belleza de la voz "la que define la línea entre los tocados por la gracia divina y el resto". Armado de ambas -merced, en el caso de la técnica, a un concienzudo aprendizaje-, Farinelli se lanzó a la conquista del mundo, empezando por lo que tenía más cerca. Nunca se convirtió en un divo en el mal sentido de la palabra, esa gente que prolonga el teatro más allá de los escenarios; pero nunca tampoco dejó de ser consciente de lo que significaba el éxito: "el olor de un teatro lleno, la atmósfera que te atraviesa el cuerpo, el aliento de aquellos seres enjaulados en la prisión del éxtasis que les produce la música, las caras maravilladas de un público que está dispuesto a creer en ti".
Para alguien con serias dificultades para las relaciones amorosas, el éxito era un buen sustitutivo. Habiendo disfrutado durante tantas noches de la aclamación del público (ese "fenómeno sólo reservado a pocos mortales"), "¿para qué hubiese necesitado el suspiro de una sola mujer?", como le dijo a su amigo Giacomo Casanova.
- Ombra fedele anch'io - Idaspe (1730) -
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Jesús Ruiz Mantilla
Fuente: archivo PDF

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