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Que te den...

Los españoles insultamos mucho. Hablamos una lengua muy viva, repleta de términos y sobre todo bien poblada de insultos, más de 2.000 recoge en su Inventario general de insultos de Pancracio Celdrán, especialista en literatura comparada e historia medieval. Tras muchos años de enseñanza en universidades extranjeras, el profesor Celdrán se percató del gran interés que muestran los estudiantes por saber cómo se insulta en una lengua extranjera. “En el insulto y también en el elogio se recoge la gracia de los idiomas”, explica. Tras años de estudio se decidió a elaborar este inventario en el que se recogen insultos castellanos desde el siglo IX hasta ahora. Y también es autor de El libro de los elogios, donde recopilan cerca de 800 maneras de adular (en los recuadros se incluye una selección de adjetivos recogidos en sus obras).

Algunos insultos han perdido vigencia, con el paso del tiempo como "fementido" o "malsín", que significan traidor, que ha faltado a su honor. Otros han cambiado de sentido como "as", que ahora es un elogio, y en tiempos de Miguel de Cervantes era un insulto: se utilizaba como abreviatura de asno. Los hay que han tenido una vida corta. Y los hay que han sobrevivido al paso de los siglos, como las 200 formas de llamar puta a una mujer o maricón a un hombre.

El sexo, y sobre todo el adulterio han sido un filón inagotable para la creación de insultos. Una costumbre siempre teñida de un machismo histórico. Un ejemplo: “hideputa” ya figura como insulto en manuscritos del siglo XI. Entonces, el significado más común del insulto cabrón era el de hombre cornudo, y sin embargo no se utilizaba la expresión hidecabrón, sino “hideputa”.

Insultar

Mil maneras de decir tonto

Siempre ha sido así. El origen de los insultos, como el de los elogios es injusto. “Desde siempre, el hombre se ha reído del que tenía por debajo y ha elogiado al bien situado. La historia nos enseña que se hace leña del árbol caído y se elogia al poderoso. “El afortunado ha sido inasequible al insulto”, explica Pancracio Celdrán.

El castellano es riquísimo en elogios e insultos. De las 50.000 voces en uso de una lengua culta, se calcula que, en el caso del castellano, la mitad corresponden a modos de adjetivar, y de esos el 80 por ciento son modos de elogiar o insultar. Aunque no lo parezca, hay más elogios que insultos. Son más abundantes y más antiguos por un motivo: la religión. Desde antiguo, el hombre se ha preocupado por encontrar formas de adular a Dios.

Y en el castellano hay además múltiples préstamos de otras lenguas. Del griego tomamos la palabra idiota. Su significado original, del griego idiotés, era diferente al actual. Se refería a alguien peculiar, ahora alude a alguien tonto, estúpido. También hay en castellano cientos de maneras de llamar tonto a otro. Algunas muy antiguas, como gilí, palabra de origen sánscrito que trajeron los gitanos en su jerga cuando llegaron a Cataluña en el siglo XV. Y luego están los diferentes vocablos que se utilizan según las regiones. En Galicia dicen tonto del carajo, en Murcia tonto del pijo, en Aragón tonto del haba.

Los que tienen un lenguaje insultante más rico son los andaluces, según el doctor Celdrán. "Los catalanes, por ejemplo, son más comedidos porque son herederos de una literatura provenzal, más rica en elogios que en insultos". La historia tiene muchísimo que ver en los elogios y los insultos. Un ejemplo curioso es el origen del término despampanante, que asombra, que deja atónito. La pampanilla era un taparrabos y cuando algo te despampanaba quería decir que se te caía la pampanilla de la emoción. Despampanante es uno de los términos que sigue en uso a pesar de su antigüedad.

Insultos

Instrucciones para insultar

El insulto es una baza que todos los mortales guardan en la manga para ocasiones en las que, agotados los métodos racionales, no queda otro remedio que dejar constancia de la indignación o la injusticia. Pero los improperios son armas de doble filo. A poco que uno se descuide, se truecan en puñales contra el autor de la ocurrencia mordaz. Ésa, y no otra, es la razón por la que algunos ciudadanos no insultan jamás, aun a riesgo de disfunciones físicas y psíquicas que pueden derivar en un deterioro preocupante de la salud y las ilusiones. La gente tiene necesidad y obligación de desfogarse. Pero desatar las iras contra enemigos lejanos es demasiado fácil y barato. Así sólo se consuelan los apocados y los cobardes. Despotricar contra los árbitros en el balompié o contra los picadores en los toros sólo puede satisfacer íntimamente a los espíritus zafios, a los que necesitan escudarse en la masa para sus defecaciones coléricas.

El arte de injuriar exige la inmediatez física del enemigo a denigrar. Los basiliscos anónimos están muy desprestigiados. Además, si son necios —cosa muy frecuente— se exponen a quedar corridos y humillados, como se demuestra con un ejemplo rigurosamente auténtico. Un ciudadano rastrero y) ofendido envió a cierto periodista una epístola sin remite. El contenido era un texto lacónico y monosilábico: «Hijoputa». La respuesta del destinatario fue inmediata. En su columna habitual esgrimió esa maravilla: «He recibido muchas cartas sin firma. Esta es la primera vez que recibo una firma sin carta.» Pudiera ser que el atacante tuviera razón, pero le salió el tiro por la culata y ahora andará por ahí mascando en silencio su humillación y su atolondramiento.

Cuando Yahvé expulsó del Paraíso a Adán y señora, éstos escaparon del Edén como alma que lleva el diablo mascullando despropósitos irrepetibles contra la culebra, las manzanas, el ángel de la espada de fuego e incluso contra instancias superiores. En el Génesis no ha quedado constancia de tamaños insultos, entre otras cosas porque Adán se cuidó muy mucho de proferirlos sólo entre dientes. Adán sabía que antes de lanzarse contra alguien es preciso analizar la previsible contestación del interfecto.

Hay gente que sólo despotrica en los bares. En una taberna han puesto este inquietante cartel: «Por favor, no nos hable demasiado ni de sí mismo ni de los demás. Ya nos encargaremos nosotros de hacerlo cuando usted se marche».

Ricardo Cantalapiedra

Mandar a la mierda

Insultar es una de las Bellas Artes

EL arte de insultar tiene sus normas: Quevedo el estevado lo sabía. Y Góngora sufrió, por ignorarlas, su mofa, su sarcasmo su ironía. “Yo te untaré mis obras, le decía, con tocino, Gongorilla”, y añadía: “docto en pullas, ingenio de Castilla, tahúr cuyos pedos son sirenas, bufón de clerecía, bujarrón de emplastos, saltador de vigas, jurisperito narciso; no clérigo, sí arpía”. Ayer en el Parlamento, lleno hasta la galería, hubo escándalo sin cuento por culpa de una porfía: «Marrano, más que marrano», dijo una voz femenina dirigiendo la palabra a una ilustre señoría. Y en los repletos escaños el eco se repetía. «!Jesús!», dijo el Presidente. «Retire tal villanía que el Congreso no permite lenguaje de barbería u obligado me veré, para más vergüenza mía, a que quede la expresión fuera del orden del día». Llame usted, doña Enedina, lo que guste al Presidente: tumbaollas, pisaverdes, mojigato, arráez, cotilla; diga que dice sandeces, paradojas, boberías, vanas falacias, mentiras, diga incluso que es un gil de pura cohetería; diga que es un tarambaina, un chocholo, un avefría; que una víbora es su lengua en su cabeza vacía. Llámele sansirolé, huérfano de mancebía, dígale que es un caudillo con un tono de malicia. Llámele usted zascandil, zangolotino de día, alindongado de noche, lechuguino de por vida; diga que es un barbilindo, un currucato, un espía; chisgarabís, fifiriche, menesteroso o escriba. Pero por favor, señora, ilustre señora mía, no designe al Presidente con esa expresión impía porque esta Cámara es baja pero eso no significa que el lenguaje que empleamos parezca de mancebía. Y por favor, Presidente, acepte su señoría que la dama que le insulta la voluntad no tenía de arrastrarle por el fango ni de ofenderle en su hombría... que con insultos sin arte el que los usa se humilla.

Luis Ignacio Parada


Extraído de: Revista BOFCI
Fuente: archivo PDF

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  1. Anónimo29 de abril de 2017, 20:20

    :-) que fama.

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