La producción cinematográfica dirigida por Sönke Wortmann (La Papisa, 2009) sacó del baúl de las leyendas a la Papisa Juana. Basada en la novela de Donna Woolfolk Cross, relata la historia de una mujer que habría ocupado la sede pontificia bajo un disfraz masculino en el siglo IX. Indudablemente el director utiliza el supuesto escándalo de este suceso –“oculto durante siglos por la Iglesia”– para sumergirse en aquella Edad Media inventada en el siglo XIX a base de clérigos fanáticos, mujeres reprimidas y un pueblo sometido al más infame despotismo (J. Heers). Más allá de los actuales tabúes ideológicos, el “escándalo” de la Papisa Juana nos ofrece interesantes reflexiones sobre el imaginario femenino y el poder de las mujeres en la Iglesia medieval.
La leyenda de Juana no surgió en ningún cenáculo antipapal en busca de secretos inconfesados, sino que se difundió pacíficamente entre eclesiásticos tan poco sospechosos como los dominicos Jean de Mailly (1243), Vincent de Beauvais o el capellán pontificio Martín el Polaco, que selló el destino de la Papisa en su “Crónica de los papas y emperadores” (hacia 1280). Considerada un tiempo verdadera, a principios del siglo XVI asumió una carga subversiva en autores luteranos que la emplearon para desprestigiar al papado. La polémica suscitó en 1562 la primera refutación erudita a cargo del agustino Panvinio, a la que se sumaron los propios calvinistas que consideraron ridícula aquella historia. Sin embargo, el rigor documental no ha logrado frenar la fascinación por un mito que de tanto en tanto reaparece en el ámbito literatura o el cine, como sucedió en 1972 cuando Michael Anderson recuperó la leyenda en su La Papisa Juana, protagonizada por la actriz sueca Liv Ullman.
Érase una vez… Martín el Polaco narra que hacia el año 850, en pleno “siglo de hierro”, una mujer nativa de Maguncia, pero de origen inglés, se trasviste para seguir a su amante, dedicado a los estudios y por tanto abocado a un mundo prioritariamente masculino. Ella se desenvuelve muy bien, progresando “tanto en las diversas ciencias que no había nadie que la igualara”. Tras una estancia en Atenas, enseñó en Roma y prosperó en la carrera curial, entrando en la jerarquía eclesiástica. “Y, como su conducta y su ciencia proporcionaban a la ciudad una gran reputación, fue elegida papa por unanimidad”. Durante este tiempo Juana no abandonó el trato con su compañero, de manera que quedó embarazada en el segundo año de su pontificado. Durante una procesión desde la basílica de San Pedro del Vaticano a San Juan de Letrán, “tuvo los dolores de parto y allí mismo dio a luz públicamente a un niño, muriendo poco después”. Martín el Polaco identifica a la protagonista de la historia con el sucesor de León IV, llamado Juan, que “según se dice, fue una mujer”. Algo más tarde, Tolomeo de Luca le asigna en su Historia eclesiástica la cifra de VIII, convirtiéndola en Juan VIII.
A nuestra sensibilidad actual puede sorprender la liviandad con que semejante historia se despachaba entre eclesiásticos, si no se advierte el protagonismo adquirido por determinadas mujeres en la sociedad y en el gobierno de la Iglesia durante el período medieval. ¿Cómo pudo surgir semejante leyenda? Una historia como la de la Papisa no pudo tener mejor caldo de cultivo que el del famoso siglo de hierro, en que las elecciones pontificias se veían fuertemente mediatizadas por los grupos de poder romanos. Entre estas familias, la de Teofilacto –tesorero y jefe de las tropas pontificias– daría a la historia dos intrigantes mujeres, su esposa Teodora y su hija Marusia, que lograron hacer elegir a Juan X (914-928) y a Juan XI (931-935). El mito sulfuroso de la Papisa Juana surgiría de una amalgama de los papas Juanes y el “gobierno de las mujeres”, en aquella Roma evocada por los cronistas del momento (M. Rouche).
¿Medidas cautelares?
La Papisa Juana no existió, pero su historia difundida en el siglo XIII se daba por verdadera, y pudo estar en el origen de dos ritos surgidos precisamente en este período (J. Le Goff). El primero consistía en la verificación física de la virilidad de los papas, para comprobar que el candidato elegido era varón. Esta comprobación, cuyas primeras menciones datan de 1295, pudo exigir un sitial preparado, la célebre silla perforada (sella stercoraria), para poder verificar el sexo del candidato. La leyenda de la Papisa también se ha puesto en relación con la desviación de las procesiones pontificias dejando el camino directo de la basílica de San Pedro a los palacios de Letrán a la altura de la iglesia de San Clemente, para evitar el lugar del parto, donde una estatua y una inscripción perpetuaron el recuerdo de aquel desgraciado incidente; estatua que algunos testimonios adjudican al papa Benedicto III “con el fin de inspirar horror al escándalo que sucedió en ese lugar”; lo que supone una extraña manera de ocultar un suceso que –como señala Vincent Di-Marco– se usaba más como advertencia que como infamante secreto.
Mujeres imaginarias y reales
La creencia en la historicidad de la Papisa Juana sólo pudo darse en una sociedad donde no pocas mujeres alcanzaron protagonismo, novedad que es preciso ponderar en las peculiares circunstancias en las que vivieron. En los primeros siglos del cristianismo, Tertuliano ya situaba a la mujer en una inédita igualdad matrimonial ante el hombre, que era desconocida en la sociedad pagana tardoantigua: “En la Iglesia de Dios la paridad es para los dos [hombre y mujer], la misma igualdad en las angustias, en las persecuciones, en las consolaciones […]; no existe ninguna distinción ni en el espíritu ni en la carne, al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne; donde hay una sola carne está también el espíritu” (Ad uxorem, 2, 6-8). Desde esta perspectiva, no resultaba extraño que las mujeres accedieran pronto a la cota más alta de la santidad (Felicidad, Perpetua, Blandina) y ocuparan posiposiciones destacadas en la atención y organización de las comunidades cristianas (diaconisas, “orden” de viudas, etc).
En la Alta Edad Media, algunas abadesas ostentaron incluso un poder jurisdiccional semiepiscopal que ejercitaron sobre el clero y los laicos sometidos a su autoridad. Como madres espirituales, desempeñaron el oficio pastoral de enseñar utilizando las más diversas formas de evangelización y dirigiendo la vida cristiana a través de las leyes in foro externo. Es célebre el caso de Santa Hilda (hacia 680), abadesa del monasterio de Witby, de donde salieron cuatro obispos anglosajones instruidos en las Escrituras por aquella mujer que usaba las mismas insignias de los abades. En el siglo XII destacaron las abadesas cistercienses de Las Huelgas (Burgos), Conversano (Apulia), o las del monasterio de Fontevrault, cuya autoridad se extendía a todos los monasterios masculinos y femeninos de la orden.
Poder femenino
En los siglos bajomedievales, fueron mujeres laicas las que ejercieron una destacada influencia en la vida de la Iglesia a través de la mística y la profecía. ¿Cómo explicar, si no, la acción de Santa Brígida de Suecia o de Santa Catalina de Siena para lograr el regreso a Roma de los papas aviñonenses? No fueron las únicas. Menos conocidas son las profetisas Constance de Rabastens y Jeanne Marie de Maillé –defensoras de Urbano VI y Alejandro II durante el Cisma–, campesinas como Marie Robine o la célebre Juana de Arco, capaz de compaginar su carisma profético con una actividad militar que cambió el signo de la guerra entre Francia e Inglaterra. La presencia femenina se volvió especialmente activa en el terreno de la mística, como ha señalado recientemente Benedicto XVI al dedicar sus catequesis de los miércoles a las santas religiosas Matilde de Hackeborn y Gertudris la Grande, a la cartuja Marguerita d’Oingt o a Juliana de Mont-Cornillon, impulsora de la fiesta del Corpus Christi; sin olvidar a María d’Oignies, cuya vida, redactada por Jacques de Vitry, constituye la primera biografía mística de la historia del mundo occidental (A. Vauchez).
Potencia espiritual, inquietud reformadora y acción caritativa constituyen el valioso legado del “genio femenino” a una Iglesia medieval menos masculina de lo que se había pensado. Y aunque los historiadores discutan sobre su influencia, nadie duda de que las cosas hubieran sido diferentes sin la turbadora santidad de aquellas mujeres que trasformaron el rostro de una sociedad capaz de imaginar a una Papisa en el trono de San Pedro.
Álvaro Fdez. de Córdova Miralles
Fuente: archivo PDF
No se, la verdad es que tengo serias dudas de si fue cierto o solo lo dejaríamos en leyenda.
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