Albert Einstein mantuvo sobre la religión una posición definida y sugerente, propia de un pitagórico. Sus puntos de vista interesan, más allá de su talla científica, por esa singular combinación de revolucionario intelectual e icono público que llevó a la revista norteamericana Time a nombrarle “Persona del siglo XX”, como mejor representante de esta época maravillosa y horrible a la vez, siglo “de degradación y progreso” en palabras de Milan Kundera. Entre los candidatos estaban Gandhi, Freud, Roosevelt, Watson y Crick, Picasso, Juan Pablo II y los Beatles.
El filósofo e historiador de la ciencia israelí Max Jammer, autor de libros clásicos como La Filosofía de la mecánica cuántica o El concepto de espacio y gran conocedor del pensamiento de Einstein a quien llegó a tratar personalmente, ha escrito un libro claro, minucioso y profundo sobre sus ideas religiosas. Las dos primeras partes, dedicadas a la influencia de la religión en su vida privada y a su filosofía de la religión, son de fácil lectura para cualquier persona interesada en el tema. La tercera trata de aspectos sutiles de la relación entre la física de Einstein y la religión.
El intenso sentido religioso de Einstein emanaba de la emoción que le producía el orden y la armonía del cosmos. Durante una reunión social, alguien se extrañó de haber oído que era profundamente religioso. Einstein le respondió: “Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido soy de hecho religioso”. Y escribió en una carta: “las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres ... frente al cual debemos sentirnos humildes”.
Einstein era un pitagórico creyente “en el Dios de Spinoza que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupe del destino y los actos de los seres humanos”. Sentía una gran admiración por el ese filósofo cuya visión del mundo le resultaba próxima a la que él mismo había elaborado a partir de la física del siglo XIX. El sistema filosófico de Spinoza es un panteísmo inexorablemente determinista, en el que Dios, ser no personal todo razón, geometría y lógica, se identifica con la estructura del orden cósmico.
Carta atea de Einstein
Esta opinión, tan contraria a la tradición cristiana de un Dios personal y providente, causó escándalo en medios religiosos conservadores y fue interpretada por algunos ateos como una defensa de su punto de vista. A Einstein, sin embargo, siempre le molestó ser considerado como ateo, refiriéndose a quienes así lo hacían para aprovecharse de su autoridad con expresiones duras, como “esos ateos fanáticos cuya intolerancia es análoga a la de los fanáticos religiosos”.
Según él hay tres estadios de la experiencia religiosa. Primero la religión del miedo, propia de los hombres primitivos. Segundo, la religión moral caracterizada por la creencia en un Dios providente que ofrece vida tras la muerte. En el Cristianismo estas dos fases corresponden al Antiguo y al Nuevo Testamento. Tras ellas viene, en tercer lugar, lo que llamaba el sentimiento cósmico religioso, por el que el hombre percibe con asombro el sublime y maravilloso orden y armonía de la naturaleza que la ciencia moderna ayuda a comprender, al tiempo que siente la inutilidad y la pequeñez de los deseos humanos. Einstein creía que el sentimiento cósmico religioso aparece ya en los Salmos de David, en algunos profetas y en el Budismo. Han avanzado por esa vía y lo han sentido personas de estilos vitales muy diferentes; algunos han sido considerados santos, otros herejes o incluso ateos. Como ejemplos, menciona a San Francisco de Asís, a Spinoza y a Demócrito (sin duda por el amor a las criaturas de San Francisco, la fascinación por el mundo de Spinoza y la pasión por el conocimiento de Demócrito). A ese tercer estadio sólo se llega tras un proceso de ascesis personal que permite percibir el orden del cosmos como misterio, por eso Hans Küng lo relaciona en su libro ¿Existe Dios? con las ideas de “nirvana”, “vacío” o “nada absoluta” de las religiones orientales. Aunque esa tercera fase le parecía a Einstein la más perfecta, no desdeñaba la segunda. Al comentar la crítica de Freud a la religión dijo en una carta “Yo nunca la criticaría [la fe en un Dios personal], pues tal creencia me parece preferible a la falta de toda visión trascendente de la vida”.
De su religión no se seguían consecuencias éticas, pues estaba convencido de que nuestros actos están prefijados por un determinismo universal. Sin embargo, afirmaba que debemos portarnos como si fuéramos libres, y así lo hizo, por ejemplo defendiendo posiciones pacifistas. La contradicción parece evidente pues ¿tiene sentido intentar evitar una guerra que se producirá o no por pura necesidad, sin que nadie pueda cambiar el curso de los sucesos? Esta contradicción se debe a que, en contra de la imagen habitual y de la revista Time, Einstein no era del todo un hombre del siglo XX. No fue el primero de los físicos de este siglo, sino más bien el último de los clásicos. Su modo de pensar estuvo siempre enraizado en el determinismo del XIX y por ello se opuso frontalmente a la física cuántica (tras contribuir paradójicamente a crearla), por basarse en la existencia de un azar objetivo en el mundo microscópico. Según el juicio de la física de hoy, Einstein estaba equivocado, pues la teoría cuántica y la del caos determinista nos están abriendo el camino a una síntesis necesaria del azar y la necesidad, los dos términos de Demócrito, tan difíciles de conciliar. Cabe, por ello, preguntarnos qué pensaría Einstein sobre Dios y el misterio del mundo si conociese lo que hoy sabemos. Es una pregunta incitante, a la que nadie puede responder.
Antonio Fernández-Rañada
Fuente: archivo PDF
0 comentarios Google 0 Facebook