A simple vista, la ruta que recorre los viejos territorios de la Nación Navajo entre Utah, Nuevo México, Arizona y Colorado es una más de tantas carreteras semidesérticas que atraviesan el sudoeste de los EE.UU.
No obstante, y a pesar de esa aparente normalidad, ciertos conductores prefieren aún hacer un rodeo y eludir (a costa de hacer más kilómetros) meterse con su turismo en esa larga línea recta de asfalto que a lo largo de prácticamente doscientos kilómetros transcurre entre páramos despoblados y enormes rocas. Y eso es por el hecho de que el poder de la sugestión viaja más deprisa que cualquier vehículo y la superchería no comprende de consumos de gasolina.
La razón habría que buscarla en la poco afortunada numeración de la vía en cuestión. En 1926 la Agencia Federal de Carreteras y Transporte le asignó rutinariamente el número 666 y la senda pasó a ser famosa medio de verdad, medio de broma, como la 'Autopista del Diablo'. claro esta que no pasó bastante tiempo antes que la máquina de crear leyendas urbanas se pusiese en marcha y se empezara a charlar de accidentes, muertes, desapariciones y todo género de espantosas cuitas que aguardaban a quienes se atrevían a circular por ella.
Generalmente la cosa hubiese quedado poco menos que en una anécdota local… si no fuese por el hecho de que los responsables de tráfico del Estado de Nevada descubrieron que sus estadísticas reflejaban, ciertamente, un mayor número de accidentes y muertes de lo frecuente en esta clase de vías.
Asimismo los registros de las llamadas a los servicios de auxilio mostraban un alto índice de aviso de averías, con lo que, de cara a la constatación, la Ruta 666 fue incluida en la lista de las veinte carreteras más peligrosas de todos y cada uno de los EE.UU. El tema se dio a conocer prácticamente de inmediato en los periódicos de la zona, de allá a los medios sensacionalistas de tirada nacional… y desde ahí el fenómeno ya se volvió irrefrenable.
Tras la pertinente investigación llegaron a la conclusión de que si la Ruta 666 tenía efectivamente unas estadísticas de accidentes más elevadas era por el hecho de que su trazado monótono y hastiado terminaba generando un efecto soporífero en muchos conductores, el pavimento se hallaba en mal estado y la prácticamente nula presencia policial invitaba a los excesos con el pedal a todo gas. Por otro lado, las averías eran rebosantes por el hecho de que asimismo muchos eran los automóviles con un mantenimiento deficiente que no soportaban el castigo de esos doscientos kilómetros de un calor agobiante de día y un frío glacial de noche.
Mas de nada sirvieron las explicaciones oficiales. Aun en una temporada en la que no existían ni Internet ni los vídeos virales, la Ruta 666 se transformó en una carretera infestada de vehículos espectrales sin absolutamente nadie al volante, animales mefistofélicos que como sabueso de Baskerville devoraban a los incautos automovilistas, pálidos fantasmas que hacían auto-stop (sí, como es natural, se trata de la versión local de la muchacha de la curva) y hasta sórdidas historias de canibalismo e insensatez en los arcenes.
Como acostumbra a ser frecuente en este género de lugares señalados por la historia de leyenda negra y la superchería, la carretera 666 se terminó transformando en un centro de peregrinación para los amantes de lo sobrenatural. Los buscadores web de espectros campando a sus anchas por la senda mefistofélica se terminaron transformando en un riesgo real para el resto de conductores y el hurto continuado de las señales de tráfico en las que aparecía el número 666 representaba una pequeña fortuna. Por último la Administración Federal tomó cartas en el tema y en 2003 decidió reacondicionarla y mudarle el nombre de Ruta 666 a la de Ruta 491.
Si bien, 12 años tras su nueva denominación oficial, la vieja Ruta 666 prosigue siendo un lugar común de las leyendas urbanas lo mismo que de historias locales de terror, ya no es tan popular entre los apasionados a lo enigmático, con lo que son cada vez más los conductores que circulan por ella con toda normalidad.
Fuente: motor.elpais.com

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